Nuestra vida está dirigida por objetivos. Unas veces estos objetivos nos los proponemos nosotros/as mismos/as, pero otras muchas nos vienen impuestos por las personas que nos rodean.
Cuando somos pequeños/as y dependemos de nuestros progenitores, éstos son los que comienzan a decidir sobre nuestra vida: lo que comemos, cuándo debemos dormir, qué palabras podemos decir y cuáles no… De ahí que estemos acostumbrados/as a asumir formas de comportamiento sin apenas cuestionárnoslas. Y con nuestros patrones de comunicación ocurre exactamente lo mismo. Imitamos (aquí vuelven a aparecer las neuronas espejo) y asumimos como propias no sólo frases y expresiones, sino también comportamientos comunicativos como no respetar el turno de palabra, alzar la voz, intentar imponer nuestras ideas o adoptar determinados gestos y posturas.
Por esta razón, debemos ser capaces de tomarnos el tiempo necesario para reflexionar. Detener un momento nuestra ajetreada vida y preguntarnos: ¿por qué me comporto de esta o aquella manera? ¿A dónde quiero llegar? ¿Cuál es el objetivo?
Quizá no tengamos una respuesta única y precisa, porque en nuestro camino vamos evolucionando y cambiando tanto nuestras metas como nuestros comportamientos, pensamientos y valores. Así que si no lo tienes claro, ¡no te preocupes! A veces es más fácil reconocer lo que no queremos. Lo importante es comenzar a prestarte atención para que tus acciones se vayan ajustando todo lo posible a tus objetivos a corto, medio y largo plazo.
La comunicación es la herramienta que tenemos para, en relación con nuestros/as semejantes, poder alcanzar nuestros objetivos y satisfacer nuestras necesidades. Entonces, el primer paso para utilizar esta herramienta de forma efectiva es preguntarnos qué queremos conseguir con cada acto comunicativo. Porque no es lo mismo pedirle dinero a un familiar, que expresarle nuestros sentimientos a nuestra pareja, que enseñar a leer a nuestro/a hijo/a, que ofrecerle un producto a un potencial cliente. Unas veces queremos conseguir algo de alguien, otras sólo buscamos compartir información, otras demandamos consuelo, aceptación, afecto…
La forma más inteligente de afrontar cada tipo de comunicación será adaptándola a sus correspondientes objetivos. Tanto nuestra comunicación verbal (nuestras palabras) como no verbal (nuestros gestos, tono de voz…, incluso nuestra imagen) deberán contribuir a alcanzar el propósito deseado. Difícilmente aprenderá a leer nuestro/a hijo/a si le hablamos a gritos, o nos comprarán un producto si las palabras que utilizamos para ofrecerlo son escasas y/o poco atractivas. Y, como podrás imaginar, nuestras relaciones afectivas se verán muy perjudicadas si constantemente pretendemos imponer nuestro modo de ver las cosas, si no escuchamos, si juzgamos… En definitiva, si no somos empáticos/as.
Te invito a pensar en esto la próxima vez que discutas con alguien:
“Cuál es mi objetivo, ¿tener razón, o satisfacer una necesidad concreta?”
Seguramente, si te detienes a pensarlo, serás capaz de encontrar una manera más efectiva de comunicarte para satisfacer esa necesidad sin tener que entrar en conflicto. ¡Sólo tienes que asumir tu responsabilidad, hablar con precisión y usar la empatía!